Rudolf Steiner - 1905
CONDICIONES
En todo hombre duermen facultades que le permiten adquirir conocimientos de los mundos superiores. El místico, el gnóstico, el teósofo, siempre han hablado de un mundo anímico y de un mundo espiritual, tan reales para ellos como el que ven nuestros ojos físicos y toca nuestra mano. Al escucharlos puede uno decirse en cada momento a sí mismo: "Estas experiencias yo también puedo tenerlas si desarrollo ciertos poderes que hasta ahora duermen aún en mi". El problema consiste en saber cómo empezar el desarrollo de estas facultades latentes, para lo cual sólo quienes las posean, ya pueden aconsejar o enseñar. Desde que existe el género humano ha existido siempre una disciplina mediante la cual loa hombres dotados de facultades superiores han impartido su enseñanza a quienes aspiraban tenerlas. Este entrenamiento se ha denominado disciplina oculta, esotérica, y la enseñanza recibida ha sido llamada enseñanza oculta, esotérica, o ciencia espiritual. Tal denominación provoca, por su naturaleza, malas interpretaciones. Podría uno sentirse tentado a creer que los instructores de esta disciplina pretendían aparecer como una especie de hombres privilegiados que arbitrariamente rehusaran comunicar su saber a sus semejantes. Y quizá se llegara a pensar que tras de ese saber no había nada de valioso, pues uno podía tender a imaginar que si se tratara de un auténtico conocimiento no habría necesidad de ocultarlo como un misterio, sino al contrario, podría hacerse público para que la humanidad entera se aprovechara de sus beneficios.
Los iniciados en la naturaleza de esta sabiduría superior, en modo alguno se asombran al oír hablar asi a los no iniciados, pues sólo pueden comprender en qué consiste el misterio de la iniciación quienes, hasta cierto grado, la han experimentado en el conocimiento superior de la existencia. La pregunta que naturalmente surge es: si esto es así, ¿cómo suscitar en el no iniciado interés humano alguno hacia esa pretendida ciencia oculta? ¿Cómo y por qué habría de buscar algo cuya naturaleza no puede llegar a concebir? Semejante pregunta descansa en una idea completamente errónea de la verdadera naturaleza del conocimiento esotérico, pues en realidad no hay diferencia entre ese conocimiento y todo el que corresponda al saber y poder humanos. Este saber oculto no es para el hombre común un misterio mayor que lo es la escritura para aquel que no la ha estudiado. Y asi como cualquier persona puede aprender a escribir sí emplea los métodos adecuados, así también todo hombre puede llegar a ser discípulo, y hasta maestro de la ciencia oculta, si busca los caminos apropiados. En un aspecto difieren aquí las condiciones de aquellas que corresponden al conocimiento externo y es: que la posibilidad de saber leer y escribir puede no estar al alcance de algunos por su pobreza material o por las condiciones del medio ambiente en que nacieron; en cambio para la adquisición del saber y de las facultades de los mundos superiores no hay obstáculo que se oponga a una busca sincera.
Muchos se imaginan que es necesario buscar en un lugar determinado a los maestros del conocimiento superior para recibir sus explicaciones. Al respecto dos cosas son ciertas: la primera es que quien aspire seriamente al saber superior, no escatimará esfuerzo alguno ni retrocederá ante ningún obstáculo para encontrar al maestro que le inicie en los misterios superiores del universo. Por otra parte, el neófito puede estar seguro de que la iniciación saldrá a su encuentro de todas maneras, si late en él un esfuerzo serio y sincero para alcanzar el conocimiento; pues existe una ley natural entre todos los iniciados que les impide rechazar a cualquier hombre digno del conocimiento. Pero existe también otra ley, tan natural como la primera, que les prohíbe impartir la menor parte del conocimiento esotérico a quien carezca de méritos para recibirlo. Y un iniciado es tanto más perfecto cuanto más estrictamente observe estas dos leyes. El círculo espiritual que une a todos los iniciados no pertenece al mundo exterior, pero esas dos leyes constituyen los broches de ese vínculo. "Podrías vivir en íntima amistad con un iniciado, pero siempre existiría un abismo en relación con su ser esencial hasta convertirte también en iniciado; podrías poseer todo su corazón y su afectó, pero no te haría partícipe de sus conocimientos hasta que estuvieses maduro para recibirlos. Podrías adularlo, torturarlo; nada le inducirá a revelarte cosa alguna que no deba trasmitirte, ya que tu grado de evolución no te permite acoger en el alma, como es debido, este misterio".
Minuciosamente precisados háyanse los caminos que el hambre debe recorrer para adquirir la madurez que le permita recibir el conocimiento superior. El derrotero que ha de seguir ha sido trazado con caracteres indelebles, eternos, en loa mundos espirituales, donde loa iniciados guardan los misterios superiores. En los tiempos antiguos que precedieron a nuestra "historia", los templos del Espíritu eran exteriormente visibles. Hoy día, por haberse distanciado tanto nuestra vida de lo espiritual, estos templos no son accesibles a los ojos materiales, si bien existen, por doquiera espiritualmente y aquel que los busque podrá encontrarlos.
Sólo en su propia alma hallará el hombre los medios para que se abran los labios de un iniciado; si desarrolla en sí mismo determinadas cualidades hasta cieno grado de elevación pasarán a ser suyos los sublimes tesoros del espíritu.
Condición previa es cierta disposición fundamental del alma, denominada en la ciencia espiritual el sendero de la veneración, de la devoción hacia la verdad y al conocimiento. Sólo aquel que tenga esa disposición fundamental puede llegar a ser discípulo de la ciencia oculta. Quien tenga experiencia en ese dominio sabe qué disposiciones se observan, desde la infancia, en aquellos que más adelante llegarán a ser discípulos. Existen niños que contemplan con temor reverencial a ciertas personas. Sienten por ellas un respeto profundamente arraigado en su corazón, que les imposibilita todo pensamiento rudimentario de critica u oposición. Tales niños, al llegar a la adolescencia, se sienten felices al levantar sus ojos hacia algo digno de veneración. De las filas de niños semejantes salen muchos discípulos de la ciencia oculta. "¿Te has detenido alguna vea ante la puerta de una persona a quien veneras, y has sentido en esta tu primera visita, algo como un temor reverencial al mover el pestillo para, entrar en el cuarto que para ti es un santuario? En este caso has experimentado un sentimiento que puede ser el germen para tu futuro discipulado en la ciencia oculta". Es una bendición para todo ser humano en proceso de desarrollo una disposición de esa índole, y no se crea que facilita la tendencia hacia la sumisión o la esclavitud. La devoción al principio manifiesta con respecto a personas, se transforma al trasponer la infancia, en devoción hacia la verdad y el conocimiento. La experiencia patentiza que los hombres de cabeza erguida son aquellos que han aprendido a venerar donde la veneración se justifica y ella siempre está indicada cuando surge de las profundidades del corazón humano.
Si no cultivamos en nuestro interior un arraigado sentimiento de que existe algo por encima de nosotros, nunca encontraremos el poder de desarrollarnos hacia el nivel superior. El iniciado ha conquistado la capacidad de levantar la cabeza hacia las cumbres del conocimiento, al conducir su corazón hacia las profundidades de la veneración y de la devoción. Las cimas espirituales no se pueden alcanzar sino a través del portal de la humildad. "Sólo puedes llegar a un verdadero conocimiento si has aprendido a apreciarlo", y si bien es cierto que el hombre tiene derecho a ver la luz frente a frente, este derecho ha de adquirirse. En la vida espiritual existen leyes como en la vida material: si frotamos una varilla de vidrio con una substancia adecuada, aquélla se electriza, es decir, logra el poder de atraer objetos pequeños. Este fenómeno corresponde a una ley natural asaz conocida por todo aquel que tenga nociones de física. De la misma manera se sabe, si se conocen loa elementos de la ciencia oculta, que todo sentimiento de verdadera devoción cultivado en el alma desarrolla una fuerza que, tarde o temprano, hará adelantar al hombre por el sendero del conocimiento.
Quien se halle dotado de este sentimiento de devoción o tenga la fortuna de que una educación apropiada se lo haya inculcado, se encontrará en posesión de un valioso caudal cuando más tarde busque acceso a los conocimientos superiores. En cambio, el que no aporte esta preparación, encontrará dificultades desde sus primeros pasos en el sendero del conocimiento, salvo que se preocupe por desarrollar en sí mismo esta actitud devota imponiéndose una rigurosa autoeducación. Hoy día es particularmente importante prestar completa, atención a este punto. Nuestra civilización tiende más bien a criticar, juzgar y condenar, que a admirar y venerar altruistamente; hasta nuestros hijos, critican mucho más que veneran. Empero, toda crítica, todo juicio desfavorable, expulsa del alma las fuerzas que le permiten llegar al conocimiento superior, en el mismo grado en que la veneración desinteresada las desarrolla. Al decir esto no queremos acusar a nuestra civilización; no se trata aquí de criticarla. Debemos la grandeza de nuestra cultura precisamente a la crítica, al juicio humano autoconcíente y a la costumbre de escudriñar todo y retener lo bueno. Jamás el hombre hubiera alcanzado la ciencia, la industria, los transportes y la legislación de nuestra época, si no hubiera aplicado por doquiera el patrón de su juicio crítico. Mas lo que hemos ganado así en el dominio ¿e la cultura externa, tuvimos que pagarlo con una merma correspondiente del conocimiento superior y de la vida espiritual. Hemos de insistir en que en el saber superior no se trata de la veneración a personas, sino a la verdad y al conocimiento.
Sin embargo, hay una cosa que ha de ser tenida en cuenta; al hombre sumergido por completo en la civilización materialista contemporánea le es muy difícil avanzar en el conocimiento de los mundos superiores: sólo lo logrará trabajando intensamente sobre sí mismo. En los tiempos en que las condiciones de la vida material eran sencillas, el progreso espiritual era más fácil de lograr. Lo venerable y lo digno de adoración se destacaban mejor de las demás cosas del mundo. En nuestra época de crítica, los ideales pierden categoría; otros sentimientos ocupan el lugar del respeto, da la veneración, de la adoración y de la admiración. Nuestra época rechaza cada vez más estos sentimientos y solamente en un grado muy reducido pueden ser cultivados en el hombre a través de su vida cotidiana. El que busque el conocimiento superior deberá crear esos sentimientos en si mismo, instilarlos en su alma, no por medio del estudio, sino a través de la vida. Quien quiera, por lo tanto, llegar al discipulado, deberá desarrollar, por una autoeducación rigurosa, una vida interna de devoción; buscar en el medio ambiente, o en sus propias experiencias, todo cuanto pueda suscitarle sentimientos de admiración o reverencia. Si al encontrarme con una persona la reprendo por sus debilidades, me despojo de mi poder cognoscitivo superior, en tanto que si trato de penetrar con afecto en sus buenas cualidades, aumento ese poder. El discípulo debe estar siempre atento a observar estas instrucciones. Los investigadores espirituales experimentados saben cuánta energía deben a la actitud de considerar siempre el lado bueno de todas las cosas, rechazando todo juicio desfavorable, actitud que no se circunscribe a reglas externas de conducta, sino al contrario, satura hasta lo más íntimo de nuestra alma. El poder que tiene el hombre de perfeccionarse y transformarse completamente con el tiempo debe consumarse en su vida más íntima, en su vida cogitativa: no basta con demostrar respeto en mi actitud exterior; el respeto debe saturar mis pensamientos. El discípulo ha de comenzar, pues, por otorgar a la devoción un lugar en su vida cogitativa, estar siempre alerta contra todo sentimiento de menosprecio o denigración que pueda existir en su conciencia, y esforzarse especialmente en el cultivo de pensamientos devotos.
Cada momento en que nos disponemos a pasar revista de lo que nuestra conciencia contiene de juicios desfavorables, denigrantes o críticos con respecto al mundo y a la vida: cada uno de esos momentos nos aproxima al conocimiento superior. Y rápidamente avanzamos si en tales ocasiones henchimos nuestra conciencia tan sólo de pensamientos de admiración, de estima y de veneración hacia el mundo y la vida. Los versados en estas materias saben que en tales instantes se despiertan en el hombre poderes que, de lo contrario, permanecerían latentes, y que así se abren los ojos espirituales del hombre; que asi empieza él a percibir cosas en torno suyo que antes no veía; así comienza a darse cuenta de que anteriormente sólo había entrado en relación con una parte del mundo circundante. Toda persona que sale a un encuentro le presenta un aspecto completamente nuevo. Naturalmente que esta regla de conducta no basta para que él pueda, percibir, por ejemplo, el aura humana: necesita de una disciplina más elevada; pero el paso anterior para elevarse precisamente hasta ella es la rigurosa disciplina de la devoción.
Sin ruido, inadvertido por el mundo exterior, se lleva a cabo la entrada del discípulo en el "sendero del conocimiento". Ningún cambio se observa en él; cumple sus deberes como antes y sigue ocupándose de sus quehaceres como siempre. La transformación tiene lugar solamente en los repliegues de su alma, a resguardo de toda mirada. Al principio, la disposición, básica de devoción a todo lo verdaderamente venerable impregna su vida interior y de ella irradia. Esta disposición constituye el centro de toda su vida psíquica. Así como el sol vivifica con sus rayos todo lo viviente, de igual modo la veneración vivifica el alma del discípulo,
En el primer momento no es fácil creer que sentimientos tales como la veneración, el respeto, etc., tengan algo que ver con la cognición. Esto se debe al hecho de considerar la cognición como una facultad en sí, sin relación con los demás aspectos que integran la vida interior. Creyéndolo así no se tiene en cuenta que es el alma la que ejercita la facultad1 cognoscitiva, y que los sentimientos son para ella lo que los alimentos para el cuerpo. Este cesaría en su actividad si le diéramos piedras en vez de pan; lo mismo ocurre con el alma. Las substancias nutritivas que la hacen sana y vigorosa, vigorosa sobre todo para la actividad cognoscitiva, son la veneración, la estima, la devoción. El desdén, la antipatía, el menosprecio frente a lo digno de respeto, dan por resultado la paralización y el marchitamiento de la actividad cognoscitiva. Para el investigador espiritual este hecho se hace visible en el aura humana. Un alma que asimila sentimientos de veneración y devoción provoca un cambio en su aura. Ciertos colores espirituales que pueden llamarse tonalidades de matiz rojo amarillento o rojo café, desaparecen y son reemplazados por otros rojo azulados. Así se acrecienta el poder cognoscitivo y este se torna receptivo para hechos del medio circundante de los que antes no se tenía noción. La veneración despierta en el alma una fuerza simpática mediante la cual atraemos cualidades de los seres que nos rodean, cualidades que, de lo contrario, permanecerían ocultas.
Lo que puede alcanzarse por la devoción se vuelve aún más efectivo si se enriquece con otro nuevo sentimiento: aprender a entregarse cada vez menos a las impresiones del mundo exterior y desarrollar, en cambio, una vida interior activa. El que siempre ande a caza de nuevas sensaciones, siempre en busca de "atractivos", no encontrara el camino de la ciencia oculta. El discípulo no deberá insensibilizarse a las impresiones del mundo externo, sino hacerse receptivo a ellas guiado por el caudal de su vida interior. La persona dotada de una gran sensibilidad tiene una experiencia distinta de la que afecta a un hombre insensible al atravesar una hermosa región montañosa. Solo nuestras experiencias internas nos develan las bellezas del mundo externo. Por ejemplo, una persona hace un viaje por mar y pocas experiencias internas se deslizan en su alma; en cambio, otra percibirá el lenguaje eterno del Espíritu cósmico y se descorrerá ante ella el velo que cubre los misterios de la creación. Es necesario mantener el contacto con nuestros propios sentimientos y representaciones para poder establecer auténticas relaciones con el mundo externo. Este rebosa de esplendor divino en todos sus fenómenos, pero es necesario haber experimentado antes lo divino en la propia alma para des-cubrirlo en el mundo circundante.
El "sendero del conocimiento" se describa sinópticamente en el último capítulo del libro "Teosofía", Introducción al Conocimiento Suprasensible del Mundo y del Destino Humano". Aquí daremos consideraciones detalladas de orden práctico.
El discípulo deberá reservar momentos de su vida para ensimismarse en la calma y la soledad. No se dedicara entonces a los asuntos de su propio yo, pues esto produciría efectos contraproducentes a los deseados. Dejará más bien que en estos momentos persistan las experiencias y mensajes del mundo externo, y toda flor, todo animal, toda acción le revelaran, en el silencio, insospechados secretos. De esta manera se preparara para recibir, con ojos totalmente distintos, nuevas impresiones del mundo exterior. Quien solo quiere gozar del desfile interrumpido de las sensaciones, embota su poder cognoscitivo; pero si después del goce permite que este le revele algo, fomenta y educa su poder cognoscitivo. Por tanto, el discípulo, además de dejar que el goce reverbere, por decirlo asi, en él, debe acostumbrarse a renunciar a nuevos placeres para dedicarse a elaborar, en actividad interior, lo gozado. Aquí deberá el discípulo superar un grave y peligroso escollo: el que en vez de trabajar realmente sobre sí mismo, caiga en la antítesis de querer a la postre agotar el goce. Conviene no desestimar las inmensas fuentes de error que se abren aquí pues el camino del discípulo va por entre una hueste de tentadores de su alma que tienden a endurecer su yo, aprisionarlo en sí mismo, en lugar de que precisamente se abra al mundo. Tiene que buscar el goce, puesto que solo por su medio puede acercársele el mundo exterior, considerando que si se insensibiliza para con el goce, viene a ser como una planta que se encontrara imposibilitada de extraer de la tierra los zumos nutritivos; que si se detiene en él, se encierra dentro de sí, en cuyo caso será algo para sí mismo y nada para el mundo. Por intensos que sean su vida interior y el cultivo de su yo, el mundo lo rechaza; está muerto para él. El discípulo considera el goce solo como instrumento de propio ennoblecimiento para bien del mundo. El goce es para él como un mensajero que lo informa respecto del mundo, y después de haber recibido sus enseñanzas, sigue adelante, hacia el trabajo. No aprende para acumular conocimientos como si fueran su tesoro personal, sino para dedicarlo aprendido al servicio del mundo.
En toda ciencia oculta existe un principio que nadie debe, transgredir si quiere alcanzar un objetivo cualquiera. Cualquiera disciplina oculta debe grabar en el discípulo este principio: Todo conocimiento que busques meramente para enriquecer tu propio saber y para acumular tesoros personales, te desviará del sendero; pero todo conocimiento que busques para madurar en la tarea del ennoblecimiento humano y de la evolución cósmica, te hará adelantar un paso más. Esta ley requiere una observancia inexorable. Nadie puede considerarse, discípulo antes de haber hecho de esta regla la pauta de su vida. Brevemente puede sintetizarse esta verdad de la disciplina espiritual como sigue: Toda idea que para ti no se convierta en ideal, destruye una fuerza de tu alma; toda idea que se convierta en ideal, crea dentro de ti fuerzas vitales.